Si hay algo que le vendría bien a cualquier intento serio por mejorar el régimen democrático que se presume en el discurso nacional sería propiciar una real y legítima separación de poderes. Está en la ley, pero la imbricación difusa que los entrelaza de manera subordinada propicia acciones institucionales que no solo generan confusión, sino desconfianza. En medición internacional de la OCDE, México ocupa el lugar 22 de los 34 países en cuanto a la confianza que tienen sus ciudadanos en el sistema judicial. A nivel nacional el Poder Judicial ocupa el penúltimo lugar de confianza entre todas las instituciones, sólo por arriba de los sindicatos y los partidos políticos. Y visto por estados, Quintana Roo encabeza la lista por debajo de la media nacional entre los peor calificados y menos confiables. No oculta esa vocación el sistema local al haberse hecho públicamente vergonzoso el asunto recién denunciado a nivel internacional de los tribunales locales prestándose para la “legalización” del despojo de propiedades privadas.
El poder legislativo local tampoco las canta mal. Así como las aprueban igual se desdicen: las leyes al contentillo del poder ejecutivo. Se ha devaluado a tal grado la función normativa constitucional que una sesión de diputados puede de improviso agendar para un solo día más de veinte o treinta puntos de acuerdo y desahogarlos olímpicamente en unas cuantas horas a voto veloz. Además lo difunden profuso en los medios como una gracia festejable.
Frente a la necesidad, la obligación. Quintana Roo tendrá su oportunidad espacial para romper esa inercia vergonzosa una vez dado el cambio de bandera en el gobierno; por la gobernabilidad plural que se espera al no llegar la nueva administración con camisa de fuerza partidista y por la gran disposición participativa que muestra la ciudadanía organizada. Sin divisiones puede ser divertido, excepto en la división de poderes.