Todos exigen justicia. En 1968, el movimiento estudiantil que fue guiado hasta la emboscada de Tlatelolco contaba con la participación, sobre todo, de los jóvenes universitarios de la UNAM y de los alumnos del Politécnico, siempre atentos a las luchas sociales. Ellos fueron quienes exigieron justicia y no pudieron alcanzar la “mano tendida” que sirvió como eufemismo en los labios de gustavo díaz ordaz, quien jamás tuvo la intención de recibirlos ni de dialogar.
La diferencia con cuanto sucede hoy –entérese señor peña porque, de acuerdo a su edad apenas tenía dos años cuando ocurrieron los bárbaros acontecimientos de la Plaza de las Tres Culturas y, si se enteró de ellos, fue de rebote a través de sus familiares cuyas versiones seguramente no fueron las que reflejaron la realidad sino las oficiales–, es que la crispación no se reduce a un pequeño núcleo de la población sin la encontramos, sí, en estudiantes de escuelas privadas y públicas, incluso los niños de primaria hablan de su horror, profesionistas que arrancan sus carreras, adultos y mayores, bueno hasta los ancianos para quienes resulta frustrante, ominoso, atestiguar a donde fueron a parar sus esfuerzos por el desarrollo de nuestro país por causa de los ladrones, mafiosos y asesinos que tomaron el poder desde hace ya más de medio siglo.
Nadie se conforma y, por desgracia, se avizora una salida similar: la de una emboscada de inciertos resultados con “toda la fuerza del Estado” –debería decirse del gobierno para no confundir los términos–, como ya previó el propio mandatario en funciones. Ha sido penoso, angustiante, observar a los sardos vestidos de civiles, listos a provocar actos vandálicos para culpar a la sociedad civil en su conjunto o a los medios de comunicación y los críticos, rodeando las áreas por donde pasan las manifestaciones de protesta y simular que son radicales o anarquistas.