Cuando el comandante Daniel checó que la carga de su inseparable fusil estuviera lista para el asalto final, confirmó que la decisión que algún día tomó con sus compañeros para hacer uso de la vía armada estaba plenamente justificada. Su pueblo, el mundo y la historia lo reconocerían: todas las formas pacíficas y legales para tratar de convivir en paz, prosperidad y democracia se encontraban cerradas debido a la necedad del déspota. El tirano y su dinastía eran una calamidad para Nicaragua. Se tenían que ir y solamente lo harían si eran derrocados. Anastasio Somoza fue derrocado, el 17 de julio de 1979, por una rebelión popular encabezada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional.
Casi cuarenta años después Daniel Ortega sigue siendo El Comandante aunque viste de civil. Le gusta más que le digan “compañero Presidente”. Va por su cuarto período presidencial. Cuentan las crónicas que para conseguirlo ha corrompido a todos los poderes, desmadejado al antojo la Constitución y desmantelado jurídica y orgánicamente a los opositores. En noviembre va a ganar una elección sin competidores. La novedad es que lleva como Vicepresidenta a su mujer, la poderosa Rosario Murillo, quien, se afirma, es el verdadero poder tras la silla.
Si conserva el olfato político que le permitió hacerse del poder, el comandante Daniel deberá suponer que en algunos oscuros y silenciosos rincones existen compatriotas (o no) pensando en que el único camino para conseguir la democracia real es derrocando al autócrata. Una historia cíclica que parece acomodar a la idiosincrasia tolerante de nuestros pueblos con los regímenes autoritarios, hasta que hartan.
Mientras, el “compañero Presidente” tendrá que olfatear mucho mejor lo que ingiere para asegurarse de despertar cada día de su sueño. Por aquello de que, entregada la estafeta, para la dinastía ya puede estar sobrando.