Irak.- El cálculo y la contención han caracterizado la larga rivalidad entre Estados Unidos e Irán, con agresiones más o menos encubiertas o vía intermediarios, evitando un ataque directo e inequívoco contra civiles o militares que desencadenara un conflicto bélico abierto en la región. Esa tradición saltó por los aires con un misil lanzado desde un dron MQ-9 Reaper la madrugada del viernes junto al aeropuerto de Bagdad.
Con la orden de disparar ese misil, el presidente Donald Trump no solo eliminaba a un enemigo de Estados Unidos, el temido y poderoso general iraní Qasem Soleimani, sino que renunciaba a uno de los que han sido los pilares de su política exterior: el compromiso de sacar al país de las “guerras eternas” en Oriente Próximo. De momento, el Pentágono ha anunciado el envío de un refuerzo de 3.500 efectivos a una zona de la que prometió traer a casa a sus soldados. Las ondas sísmicas del quirúrgico ataque sacuden un tablero mundial que tres años de Administración Trump poco han hecho por estabilizar.
UN OBJETIVO FÁCIL
Al contrario que Osama bin Laden o Abubaker al Bagdadi, líderes de Al Qaeda y del Estado Islámico ejecutados por Estados Unidos en el pasado, el comandante de la fuerza de élite Al Quds de la Guardia Revolucionaria iraní, unidad a cargo de las operaciones en el exterior, no era un objetivo demasiado difícil.
Su paradero era conocido, se movía a la luz del día, no evitaba los focos. Los dos anteriores presidentes tuvieron encima de la mesa la opción de eliminarlo, pero se resistieron por temor a entrar en una guerra.