Ciudad de México.- Cuando acabe este día, cerca de 700 niños se habrán ido a la cama dentro de una prisión mexicana. No porque sean delincuentes, sino porque sus madres infringieron la ley. Se trata de menores que estaban con ellas al momento de ser detenidas, o que fueron procreados tras las rejas, y que hoy padecen las condiciones deplorables de las cárceles mexicanas. Son los niños invisibles del Sistema Penitenciario nacional.
Cada jornada de encierro implica para ellos estar expuestos a un clima de violencia constante. A no recibir asistencia médica, alimentación o educación. A caerse frecuentemente de las literas que les asignan e incluso a ser testigos de encuentros sexuales durante las visitas conyugales de sus madres.
Según el último estudio diagnóstico sobre este tema, realizado por la asociación civil Reinserta y el Instituto Nacional de las Mujeres (Inmujeres), las evidencias gritan que la vida de cualquier menor al interior de una cárcel no es sana. Sin embargo, el hecho de estar juntos es un derecho universal que poseen las madres y ellos mismos.
De acuerdo con los hallazgos de dicha investigación, realizada en 11 centros penitenciarios femeniles a lo lago de la república, esta experiencia deja en los niños diversos estragos emocionales, psicológicos y hasta físicos, que seguramente los acompañarán toda su vida.
Cárceles pensadas para hombres
Para lo grave que es, el tema ha sido poco explorado, eso dice mucho del actual estado de cosas. Elena Azaola, una de las investigadoras y activistas más reconocidas en la materia, está segura de que esto es resultado de una compleja suma de factores. Uno de los más importantes: el de la masculinización de las prisiones.
El sistema penitenciario, como otros, se rige fundamentalmente por un modelo masculino en el que la norma, se dicta y se desprende a partir de las necesidades de los hombres y donde la mujer pasa a ser un apéndice que se agrega a dicho modelo”, dice.
Las cifras apuntalan este argumento: del total de las casi 233 mil personas que se encuentran en prisión actualmente en México, sólo el 5.2 por ciento —es decir, poco más de 12 mil— son mujeres.
Esto ha propiciado que, desde siempre, los reflectores apunten sobre la abrumadora mayoría de hombres, y que baste con mirar “el diseño arquitectónico de las prisiones, la distribución de sus espacios, así como las normas, los discursos y los manuales que explican su funcionamiento”, para darse cuenta que las condiciones de las reclusas, y de los hijos que viven con ellas, están en un muy lejano segundo —o tercero, o cuarto— término.
No obstante, antes la situación era todavía peor. Antes del 2016, la normas para la reclusión de estos niños ni siquiera estaban asentadas. Fue hasta después de esa fecha, y de la presión de organismos como Reinserta, que surgió la Ley Nacional de Ejecución Penal, donde estas minorías ya estaban reguladas.
A partir de entonces quedó establecido que la edad máxima de permanencia de los niños con sus madres en prisión es de tres años, y se reconoció su derecho a la salud, alimentación, educación y su inclusión a Centros de Desarrollo Infantil (CENDI).
Todos los estados de la república tenían como límite el pasado 30 de noviembre para acatar y homologar esas reglas, pero hasta el momento no ha ocurrido.
La mayor parte de la manutención de estos menores corre a cargo de sus madres, quienes forzosamente deben trabajar dentro de las cárceles; otra proviene de donaciones de organizaciones civiles y —una mínima fracción—, del gobierno.
Los CENDI existen en muy pocos reclusorios, por lo que el acceso infantil a la educación y al sano esparcimiento tampoco están garantizados. Muchos de estos niños pasan todo el día con sus madres, expuestos eventualmente a riñas, intentos de fugas y hasta motines, que ponen en riesgo su integridad.
Una investigación relacionada, pero realizada en Argentina por terapeutas especializados, encontró que por el hecho de tratarse de infantes tan pequeños y con una configuración cerebral —y hasta corporal— tan maleable, estos entornos sí los podían afectar en su desarrollo.
Además de que mientras están en prisión no adquieren herramientas para enfrentarse al mundo, descubrieron que también desarrollan una alta propensión a aprender conductas que los pudieran llevar a delinquir en el futuro, así como a presentar problemas emocionales, y hasta menores estaturas y sobrepeso.
La lista podría seguir creciendo, pero hay otro tema sobre el que tampoco se ha profundizado y es igual de importante: el de los hijos que por circunstancias diversas viven fuera de las prisiones donde están sus madres. ¿Con ellos qué pasa?
Estar preso en libertad
La inclusión de la ‘infancia invisible’ al mapa penitenciario fue una pequeña gran batalla ganada. Sin embargo, de los pequeños que se quedan bajo cuidado de sus familiares, o de alguna dependencia de asistencia externa, casi no hay información. Prácticamente todo lo que se sabe de ellos es de cuando visitan a sus madres en los penales, en caso de que tengan la posibilidad y los recursos para viajar y hacerlo.
Nadie se ha ocupado de censarlos. Y esto también los perjudica, los margina y va en contra de sus derechos fundamentales, según el estudio de Reinserta e Inmujeres.
Esto lleva a pensar que, entonces, el número ‘niños invisibles’ es mucho mayor del reportado, pues éste sólo toma en cuenta a los que viven en encierro. La cifra real se extiende mucho más allá de las rejas, donde no hay madres, donde las carencias pudieran ser incluso peores.
Los esfuerzos de cada vez más activistas por poner en el centro de la discusión este tema han rendido frutos, pero aún falta mucho por hacer. Mientras existan cárceles pensadas para hombres en el país, y mientras las autoridades no hagan algo respecto de eso, y al respecto de muchas otras cosas, serán bastante más de 700 los niños que sigan durmiendo todas las noches dentro de penales. Y también fuera de ellos.
Fuente/Excelsior