Entonces don Benito, 68 años, me contaba leyendas de tesoros escondidos, de indios que se aparecían y espantaban a los visitantes.
Y me contaba de su desgracia: ser un hombre con tanta fama y con tan poco dinero.
Ya el comisariado de San Miguel le había aconsejado que cobrara dinero a los periodistas y curiosos que llegaban al pueblo y querían saber de él y de su peculiar vivienda: la casa de piedra.
Pero Benito tan sencillo como es, al fin y al cabo hombre de campo, se había negado y le volteó la tortilla al comisario:
“Pa qué quiero dinero, si con la pura fama tengo”, le dijo.
Advertisement. Scroll to continue reading. Aquella noche, la noche de la que hablo, por cierto una noche vestida con manto negro y estrellado, elegante noche, hermosa noche, caí en el rancho de don Benito que se llama San José de las Piedras y me puse con él a contemplar los astros.
Qué cielos, pocas veces en mi vida he visto esos cielos plagados de luceros, bajo la casa de piedra de Don Benito, con tanta contaminación lumínica que hay en la ciudad, qué esperanzas.
Y esa noche don Benito me contó sus sueños.
Quería reparar su casa de piedra, poner un huerto, trazar un sendero que llevara a los petroglifos, donde están las inscripciones de los indios.
No, mejor convertir las oquedades de las rocas de su rancho en cabañas, en cuartos de hotel para los extranjeros.
Ah porque muchos extranjeros han venido hasta este desierto nada más por el gusto de conocer la casa de piedra de don Benito. Gringos y vaya usted a saber de qué otras nacionalidades.
Muchos de los que han venido aquí le han prometido a Benito el oro y el moro y jamás han vuelto.
Yo solamente le escuché.
Advertisement. Scroll to continue reading. No le prometí nada.
Benito se emocionó y miró a las estrellas, aquellas estrellas de los cielos de San José tan lejanas y brillantes como sus sueños…
Fuente/sinembargo