Primo hermano del zapote prieto y del chicozapote, el mamey es una fruta originaria de México y Sudamérica.
Su cáscara dura, quebradiza y áspera, que va del pardo al moreno rojizo, resguarda una pulpa suave, cremosa, con un tono entre el naranja y el rosado muy característico, así como una o dos semillas negras y brillantes llamadas pixtles.
Aunque se cultiva en muchas zonas cálidas del país, aún es posible hallarlo de forma silvestre en las selvas de Chiapas, Tabasco y Veracruz, donde se le conoce como zapote colorado o zapote mamey. En tiempos prehispánicos fue llamado “tetzontzapotl”, que en náhuatl significa “zapote color de tezontle”, por su color similar al de esta piedra.
Los mejores usos
Las culturas precolombinas pulverizaban las semillas del mamey junto con otras partes del árbol y del fruto para utilizarlas como un insecticida natural contra las garrapatas. En la medicina tradicional, era usado para tratar diarreas, problemas digestivos e infecciones en los ojos y el cuero cabelludo.
Durante su temporada –que comienza en febrero y se extiende hasta julio–, mercados de abasto, tianguis y puestos de frutas se pintan con su inconfundible tonalidad. Y es que, los frutos tienden a abrirse para que los marchantes reconozcan fácilmente la semilla negra rodeada de esa pulpa carnosa y rosada.
Si se busca inspiración para incluirlo en algún postre, los recetarios de la época conventual son una buena fuente, apunta el chef Erick Daniel González. El mamey ha sabido adaptarse a preparaciones tradicionales de muchas cocinas: ante, flan y hasta créme brûlée pueden saborizarse con su cremosa pulpa. (Staff/Tabasco Hoy)