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Héroe de carne y hueso

Si Andrés Manuel no hubiera acabado la secundaria en Villahermosa, no habría conocido a su maestro de civismo, que hablaba de otra especie de héroes y mártires diferente a las que el primero escuchó a temprana edad en la parroquia.

Fuera porque el profesor Rodolfo Lara Lagunas era todavía joven –no cruzaba la mitad de la vida- o por la experiencia cultivada en educar a niños en el nivel primaria, sus clases eran diferentes a la demás plantilla de maestros.

En vez de seguir el programa al pie de la letra, el benévolo maestro optaba por lecciones oportunas para un salón compuesto mayormente por estudiantes que andaban por los quince años. La pasión con que el pedagogo contaba la vida de Benito Juárez, Francisco I. Madero o Lázaro Cárdenas, mantenía en vilo a los imberbes muchachos, que cuando la campana del recreo sonaba, nadie se levantaba para salir corriendo a jugar al patio o comer su almuerzo.

-Maestro, sígale, a fin que son diez minutos de receso –suplicaba la mayoría.

Como Lara Lagunas cursaba también la carrera de Derecho, en la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, no podían faltar en sus propias clases las noticias jurídicas, filosóficas e históricas.

A eso le sumaba la actualidad del momento en América Latina: el triunfo de la Revolución Cubana por un hombre aún joven, aunque las barbas desmintieran la edad, el abogado Fidel Castro; acompañado por otro lozano guerrillero, “El Che” Guevara, que además era médico.

Andrés Manuel no decía nada en clase, ni era de los que levantaban la mano para participar, excepto cuando el mentor le preguntaba, pero participaba de ese deseo con los demás condiscípulos para que la cátedra no se acabara. Quería seguir oyendo de estos héroes y mártires laicos, que con convicción y fuerza, cambiaban su mundo.

Por eso, el educador se sorprendió una tarde en que el calmado muchacho llegó a verlo, acompañado de un par de amigos y compañeros de la clase.

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Ellos se habían enterado que estaba en huelga de hambre, una protesta insólita en Villahermosa.

Aunque algunos padres habían prohibido a sus hijos acercarse al lugar del conflicto, ellos caminaron de la calle Mina, donde estaba la secundaria uno, hasta Plaza de Armas, donde de lejos distinguieron la figura del profe, de pie frente al Palacio de Gobierno, rodeado de otros manifestantes solidarios.

Los días sin comer aún no hacían mella en la humanidad del maestro, que se mostraba sereno, confiado de que el gobernador Manuel R. Mora atendería sus demandas, que según podían leerse en mantas, cartulinas y volantes, consistía en incrementar el presupuesto de la universidad, que recientemente había obtenido la autonomía, y sacar de las aulas a los porros, que actuaban como grupos de choque contra los verdaderos estudiantes.

Los de la federal uno se abrieron paso entre el grupo de gente que rodeaba al maestro, y éste apenas los reconoció, estrechó sus manitos. Aunque el tamaño de las palmas entre el profesor y sus alumnos contrastaban enormemente, quedó sellada la admiración de unos y el entusiasmo del otro en cada palmada.

Por turnos fueron dando palabras breves de encomio, como pudieron, esperanzados de que el profesor, como los héroes que narraba en su clase, saliera airoso.

Andrés Manuel, el estudiante que no se brincaba la barda ni se salía de clase, también animó a su profesor.

La respuesta desde el Palacio de Gobierno sería contundente: los periódicos darían a conocer el encarcelamiento de 16 sediciosos, entre ellos el joven maestro de civismo.

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Publicado por
Redacción Quintana Roo