Quien introdujo a Andrés Manuel en la democracia de carne y hueso, fue su paisano, el llamado Poeta de América, Carlos Pellicer Cámara.
No es que el tepetiteco no se deslumbrara con las clases de teoría política impartidas en el aula por los profesores más brillantes de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM –Octavio Rodríguez Araujo, Enrique González Pedrero, Víctor Flores Olea, Luis Javier Garrido-, pero el reconocido poeta le hizo andar los caminos, escuchar y dialogar con la gente y, en más de una ocasión, darle las mejores lecciones de praxis política, en el breve periodo de 1976, en que el anciano sabio recorrió Tabasco para ser senador de la República.
A diferencia de los secretarios de estado, funcionarios de primer nivel y gobernadores jacobinos con que se codeaba, Pellicer era sencillo y se declaraba profundamente católico y admirador de San Francisco de Asís.
Todas sus acciones –su escritura poética, sus gestiones para ayudar a los necesitados, su vena educadora, la creación de sus museos- las hacía movido por una especie de República amorosa, donde el bien y el amor al prójimo dictaban la ruta.
No obstante, el primer encuentro entre López Obrador y Pellicer se dio en tierras chocas, cuando Andrés Manuel aún estudiaba el nivel medio superior, en el Colegio de Bachilleres de Tabasco, plantel número uno, y el poeta dirigía la ampliación del museo de antropología, que años después llevaría su nombre en justo homenaje.
Pellicer dormía ahí mismo, junto a las piezas mayas y los trabajos de albañilería, exactamente debajo de una escalera, donde tenía acomodados unos cuantos libros sobre Tabasco, su Biblia, una figura tallada en madera de San Francisco de Asís y sus cigarros; cualquiera venía a saludarlo y platicar con él, a pesar de las muchos trabajos impuestos.
Así se acercó Andrés Manuel también, que rondaba los diecinueve años. El poeta cumpliría pronto los ochenta de edad.
Un día que estaban solos, el joven le expresó al maestro su deseo de irse a estudiar al Distrito Federal, pero con cierto dejo de pesar porque los negocios familiares no iban bien, y no serían suficientes para sostenerse allá.
El maestro sabio, que aunque no se lo pidieran, consideraba un deber hacer algo por cualquiera que le contaba sus penas, más se si trataba de un amigo o conocido, no dudó en sugerirle al bachiller que se presentara en la Casa del Estudiante Tabasqueño y que dijera que iba de su parte.
Esta vez, el poeta no extendió la carta de recomendación que habitualmente firmaba de puño y letra y que era como una especie de salvoconducto para el que la portara.
Aún así, Andrés Manuel no tuvo problema en instalarse en el altiplano.
Ya en la casona de Violeta, en la colonia Guerrero, el ahora universitario se reencontró muchas veces con Pellicer, pues éste acostumbraba caer de improviso para saludar a los estudiantes y platicar con algunos de ellos. A veces los encontraba comiendo.
El menú rara vez variaba y consistía en frijoles, lentejas, arroz, atún, papas y de vez en cuando puchero, como parte de la despensa proporcionada por la Secretaría de Educación Pública.
El maestro dejaba una aportación económica generosa para que variaran de vez en vez su dieta.
En estas visitas, Andrés Manuel aprovechaba platicar con el poeta. Pronto, Andrés Manuel dejaría la Casa del Estudiante, no así su amistad con el poeta, que haría volver a ambos, en 1976, a tierra chocas.