Cuando Lenín González volvió a la Ciudad de México, ya como antropólogo titulado por la UNAM y con un empleo en la Conasupo, necesitó de la pericia de Andrés Manuel al volante para recorrer el altiplano.
“Yo le hablé a Isidoro Pedrero Totosaus y le dije que necesitaba una persona que me apoyara con la manejada, porque me dieron un vehículo, un safari de aquel entonces, y no conocía la Ciudad de México y tenía que viajar. El caso es que mandó, precisamente, a Andrés Manuel, que era un estudiante”, así lo cuenta el actual Director de Atención a Organismos No Gubernamentales de la Secretaría de Gobierno de Tabasco.
“Ahí nos hicimos muy amigos. Él era un tipo muy sencillo, vestía pantalones de mezclilla, camisas y zapatos normales”, refiere.
Lenin González reconoce que no le pagaba a Andrés Manuel para que condujera el safari –un modelo económico de la Volkwagen, ideal para los caminos rurales en México– porque en realidad era una oportunidad para verse, convivir y de paso que el estudiante de Ciencias Política se aireara. Así fue como, bajo el amparo del programa “Micropolos de Desarrollo”, Andrés Manuel volvió a revivir su gusto por la provincia entrañable, con sus pueblos volcánicos, aunque sin la exuberancia de su trópico.
A estas salidas, obviamente, también se sumaba Isidoro Pedrero Totosaus, que había recibido a Andrés Manuel en la Casa del Estudiante Tabasqueño, en la colonia Guerrero, y era amigo de ambos.
“A él (Andrés Manuel) le gustaba manejar. No era mi chofer, era un amigo que me ayudaba, yo no le pagaba nada. Recuerdo un viaje que hicimos a la huasteca queretana, en Jalpan. Ahí, llegamos muy a gusto porque se parecía mucho al estado de Tabasco. Incluso, participamos en un concurso de baile, de huapango, en el que no ganamos, porque ni Totosaus ni Andrés Manuel ni yo éramos los grandes bailadores”.
Por la convivencia que tenían, Lenin González menciona que hubo otros destinos, en los que aprovechaban para conocer también otros lugares que no estaban previstos por la agenda que le encomendaban.
“Por ejemplo, íbamos a la Universidad de Las Américas (en Puebla), nos gustaba ir a ver a los pueblos, porque mi trabajo consistía en ir a trabajar con las comunidades como promotor del proyecto de Micropolos de Desarrollo”.
El propio Lenín reconoce que aquella amistad se fortaleció tanto que derivó en un mayor acercamiento familiar, como posteriores apoyos en momentos decisivos.
“Me casé en la Ciudad de México y él (Andrés Manuel) fue uno de mis padrinos de la boda, porque era de los amigos más cercanos que teníamos, y luego me lo encontré aquí (en Tabasco) y me invitó a trabajar al Instituto Nacional Indigenista (INI), cuando le tocó ser delegado a inicios de los 80, y trabajamos muy a gusto.
“Fui muy cercano con sus papás (don Andrés y doña Manuelita) y desde entonces, en esas convivencias, me di cuenta que Andrés Manuel era un tipo de muchos dichos. Creo que influyó mucho su padre, que era también dicharachero.
“Los padres de Andrés Manuel eran muy alegres: doña Manuelita, una mujer muy amable, muy inteligente; don Andrés, un tipo muy franco. Recuerdo especialmente una comida de un 25 de diciembre, en Palenque, doña Manuelita hizo un pavo sancochado… una cosa deliciosa, guisaba exquisito.
“Yo era muy allegado con ellos, estuve con él cuando falleció su mamá y cuando falleció Rocío, su esposa. Ya después, por las actividades de cada quien, nos dejamos de ver, pero sé que él me recuerda y somos amigos”, sostiene Lenin.
A más de 45 años de estas andanzas en safari, Lenín tiene la confianza de que esa amistad aún prevalece entre ambos, aún cuando tiene varios años que no se han reencontrado.
“A la fecha, lo considero mi amigo y un tipo extraordinario”.