Chicago..- Hace nueve años, cuando el Lolla se transformó en Gagapalooza, muchos veían la aparición de la cantante como una rara avis ante una cantidad enorme de propuestas dirigidas a una audiencia ávida de guitarras y voces en lamentación.
(De hecho, esa noche, Gaga se confrontó a los Strokes que magnetizaron a un amplio sector de la audiencia).
Regresemos al 2018, cuando la balanza musical se ha modificado de manera radical.
Dermot Kennedy es un ejemplo de ello. Decidió comenzar en la música como un artista acústico que prosiguiera el camino de los que el lamento daba reflector… y dividendos. De pronto, se dio cuenta que el camino cambió y, con ello, un poco de su apuesta. Eso le valió para ganar un espacio en el escenario principal de Lollapalooza en su segundo día.
Del hemisferio austral llegó Goldfish a la zona electrónica. No es poca cosa si se considera que los sonidos que se escogen para dicho escenario son… predecibles. Aquí hay poco riesgo, pero agradecido.
En el lado contrario del festival, Parquet Courts se recupera del desvelo de la noche anterior y bromean con la audiencia. No sólo eso, intentan recuperar espacio y plataforma para los guitarrazos y la actitud de eso que muchos encasillan como rock. Juegan con la idea de lo que sucederá más tarde en ese lugar mientras, sí, seducen a una audiencia variopinta.
Y digo variopinta, porque en este festival, más que en otros, las diferencias de edades son altamente marcadas entre escenario y escenario, entre grupo y grupo. Hay propuestas que, sin reparo, quedan desérticas de las que hace casi una década llenaban Grant Park. Millennials y Zetas –repito, la generación, no el cártel– erradican cualquier otra generación a partir de su gusto. Un ejemplo: Lauv y Bebe Rexha. El primero (auxiliado por DJ Snake para posicionarse con velocidad) chupa energía y juventud desde el único escenario con sombra de todo el festival, oasis urgente para una edición que, a diferencia de las anteriores, no tendrá ni una gota de lluvia.
Tyler, the Creator es de esas curiosidades que jalan a todos más por la extravagancia que por otra cosa, remanso de paz antes de que el escenario principal reviente más adelante.
En el extremo contrario, James Bay prefiere ser discreto y dejar el campo para la multitud que coreará a Post Malone más adelante. No es para menos, el hombre con kilos y tatuajes en exceso conecta con su música con una generación que sufre de manera distinta: en tonos fosforescentes.
De vuelta al escenario con sombra, la chaviza ha dejado su espacio a la momiza. Genexers y Boomers han dejado a sus hijos sufrir con Post Malone o en lo que era con el soft rock tirado a pop de Walk the Moon –que, dicho sea de paso, suena más a comercial de compañía celular– y visitan el homenaje a los 70 desplegado por Greta Van Fleet. Sin pudor alguno, una zona del Grant Park vuela 40 años atrás para homenajear a Led Zeppelin –o a Wolfmother, dependiendo la generación– con maestría y fuerza necesaria para un festival como este. En otro tiempo y espacio, la banda hubiera saltado a uno de los dos escenarios principales en un slot como este, pero los gustos musicales se han modificado de manera total. Las guitarras parecen estar no en desuso, pero sí bajo otros parámetros de venta y métrica de streaming.
Como una muestra más del signo de los tiempos está BØRNS. Hace un par de años, cuando lanzó su “electric love”, muchos pensaban que no pasaría de uno de mis escenarios experimentales de este y otros festivales. La circunstancia es otra en esta edición. El cantante –en imitación o influencia (como otros en esta noche) del rey del pop– habla de forma aguda y amable. Características que hacen acomodar a sus seguidores a sus pies y corear los cuatro éxitos que tiene en su carrera.
El cierre tiene sus contrastes. Dillon Francis jala a quienes fueron cautivados por su experimento casi reggaetonero de este 2018 y lo libra ante la enorme competencia de actos para terminar la jornada.
De la misma forma, Jungle intenta ser exitoso en el lanzamiento de su nuevo disco. La banda inglesa cumple con una actuación perfecta, sin errores, con una calidad igual a la del estudio de grabación, cosa complicada para ser la primera ocasión en que se interpretan en vivo algunas de las canciones de la más reciente producción.
Y The National cautiva gracias a la voz y beligerancia incansable de Matt Berninger quien no desaprovecha el foro para reiterar los porqués de su música como sabotaje a una realidad de medias verdades y políticas fallidas. En una actuación de calidad y entrañable, la banda de Ohio cierra el festival.
No obstante, ninguna de las tres propuestas puede con el enorme, avasallador imán de Bruno Mars. En el mismo escenario donde Gaga luchó contra el prejuicio, Mars sacude y arrasa. Ni los Foo Fighters o Eminem o los Red Hot Chili Peppers. Vamos, ni McCartney logró convocar esa cantidad de gente en ese pedazo del parque que, durante hora y cuarto, fue sólo de un show donde la luz pirotécnica, la facilidad de baile y el cambio de paradigma hicieron que la conquista del pop de la mano de Bruno Mars quedara concluida.