Días después fuimos a cine, volvimos a bailar y ganándome su confianza, le pregunté un día si me podía dejar leer sus escritos, para sorpresa mía ella accedió con lo que le prometí regresarle los mismos al otro día.
Esa noche me apresuré a acomodarme para leer con mucha curiosidad, pasando hoja por hoja y encontrando una verdadera radiografía de su vida, cruzando desde sus años de juventud, su matrimonio y el nacimiento de su único hijo Agustín; pasaron las horas y yo no podía dejar el cuaderno, leía y leía con todo mi interés hasta que por la madrugada llegué a las últimas hojas, en éstas yo leí: “… mi familia se preocupa por mi estado físico y económico, más no se preocupa por mi estado moral o anímico, tendré que realizar algo al respecto: comenzaré a inventar problemas con mi memoria, por lo que seguramente me querrán llevar con algún médico, luego con certeza me querrán traer enfermeras de compañía. Pero tengo un mejor plan, dejaré por debajo de la puerta de mi hijo, una tarjeta de un vecino soltero, maduro y buen mozo que vive enfrente y que se dedica a investigar, el detective aceptará con gusto porque he observado que todo el día está sentado en su escritorio, él me observará y vendrá a probar mis deliciosos platillos, me acompañará a bailar, estoy cierta, además de ir al cine, en su momento leerá la biografía y cuando llegue a éste preciso punto, volteará a mi ventana y lo estaré saludando, con una rebanada de pastel en un plato y un chocolate caliente, esa es precisamente la calidad de compañía que merezco”. Con este párrafo terminaba el escrito, me quedé petrificado, ¡qué manera de haberme usado!, sin embargo, apagué la lámpara, encendí la luz de la sala, fui a abrir la cortina, saludé algo ruborizado con mi brazo extendido y…bueno, subí de peso y aprendí a bailar danzón.