El 1 de octubre de 2025 el planeta perdió a una de sus voces más lúcidas y compasivas: Jane Goodall.
Su partida no solo marca el fin de una era en la ciencia, sino también la despedida de una conciencia moral que, durante más de seis décadas, nos recordó que no estamos solos en la Tierra.
Goodall no fue una científica convencional.
Llegó a África sin un título universitario, pero con una curiosidad inagotable y una fe profunda en la empatía.
En 1960, enviada por Louis Leakey al Parque Nacional de Gombe, Tanzania, observó lo que nadie antes se había atrevido a imaginar: los chimpancés no eran “objetos de estudio”, sino seres con emociones, afectos y estructuras sociales complejas. Aquella revelación cambió la forma en que entendemos la frontera entre lo humano y lo animal.
Su mirada transformó la ciencia en un acto de humildad.
Al descubrir que los chimpancés usaban herramientas, lloraban la pérdida de sus seres queridos y resolvían conflictos con gestos de ternura, Goodall nos obligó a repensar qué significa realmente ser “racional”. Su método —basado en la observación paciente, el respeto y la conexión emocional— fue, en esencia, una lección ética.
Pero Jane no se detuvo en la investigación. Convertida en una activista incansable, recorrió el mundo para alertar sobre la deforestación, el tráfico de fauna y el cambio climático.
Desde su Instituto y el programa Roots & Shoots, inspiró a millones de jóvenes a tomar acción local con una visión global.
Fue Mensajera de la Paz de la ONU, autora de más de 30 libros y merecedora de los más altos reconocimientos internacionales, aunque su mayor premio siempre fue ver nacer la conciencia ambiental moderna.
Su voz, serena pero firme, repetía una frase que hoy resuena con más fuerza que nunca:
“Lo que haces marca la diferencia, y tienes que decidir qué tipo de diferencia quieres marcar.”
En un mundo que enfrenta crisis ecológicas, guerras y desigualdad, su mensaje no es una despedida, sino una brújula.
Jane Goodall nos deja un legado que trasciende los laboratorios y los documentales.
Nos enseñó que proteger la vida no es una tarea científica, sino un acto de amor. Su ausencia duele, pero también ilumina: porque cada árbol que cuidemos, cada animal que salvemos y cada niño que aprendamos a escuchar será una manera de mantener viva su voz.
Descanse en paz, doctora Goodall. Gracias por recordarnos que la esperanza también tiene rostro de chimpancé.