Voces

Consumidores consumidos

En la parábola del hijo pródigo (S. Lucas 15:11-19, Jesús describe a un joven que, cansado de la casa del padre, decide probar los sabores del mundo.

Termina cuidando cerdos y deseando comer las algarrobas que ellos devoraban. No es difícil reconocer en él a nuestra época: una civilización que, tras confundir libertad con licencia, ha terminado alimentándose de lo que antes despreciaba y lo ha normalizado, pero sus hambres de plenitud y sentido sigue en agonía.

Vivimos —como advirtió Mario Vargas Llosa— en la civilización del espectáculo: una cultura donde el entretenimiento y mero consumo se ha vuelto el nuevo opio, y el objetivo de la vida es “sentirse bien”.

El hijo pródigo de hoy no gasta su herencia en una tierra lejana, sino en la pantalla de su celular, en las rutinas del gimnasio, en los viajes que prometen felicidad instantánea o en la obsesión por verse y ser visto. Lo espiritual ha sido sustituido por la experiencia, y la verdad, por la emoción.

El problema no es el placer, sino la falsa idea que se ha vendido de esto. Convertimos el bienestar en un fin, no en un fruto. Se entrena el cuerpo, pero no el carácter; se ejercita la imagen, pero no la conciencia por medio del pensamiento crítico.

Nos persuaden de que el dolor es enemigo, cuando en realidad la disciplina y la renuncia son las maestras del sentido. El pródigo de la modernidad no muere de hambre física, sino de inanición moral, espiritual y de colapso emocional. Come algarrobas de likes, busca placeres inmediatos y placeres al gusto del cliente, pero sigue vació.

Cuando el hijo “volvió en sí”, comprendió que había confundido libertad con orfandad.

Solo entonces recordó que en la casa del Padre no se vive de emociones, sino de propósito y disciplina.

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Y ese retorno es hoy más urgente que nunca. La cultura del entretenimiento nos ha enseñado a distraernos de nosotros mismos, pero no a encontrarnos y transformarnos a la luz del desafío de las verdades del Evangelio.

Tal vez ha llegado el momento de hacer una pausa y mirar el plato.

¿Qué estamos comiendo o consumiendo? ¿Plenitud o cáscaras? Las algarrobas del siglo XXI tienen otro nombre —éxito, bienestar, independencia—, pero siguen sin alimentar el alma. Volver al Padre es recuperar el gusto por lo que nutre: la verdad, la comunidad, la fe, el deber, la obediencia a Dios.

Mientras el mundo aplaude a los que “viven su momento”, el Evangelio susurra otra cosa: “Vuelvan a mí todos los que están sedientos y hambrientos.” (Isaías 55:1) Porque el banquete de la gracia aún está servido, esperando a los que se cansaron de comer algarrobas.

Publicado por
Javier